Libro editado por el Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert
Director de la colección a cargo de Miguel Ángel Lozano Marco
Retrato de Pepe Gutiérrez
Epílogo de José Carlos Rovira
INTRODUCCIÓN
Primero fue la vida anchurosa y exultante, el despertar de los sentidos a los encantos de un paisaje singular, la iniciación del conocimiento en un tiempo promisorio al hilo de los fastos republicanos. Confluían civismo y literatura, reivindicación libertaria y fantasía, conciencia solidaria y sueños neorrománticos. Para otros eran los temores y la duda. Un torrente de voluntarismo llenó de gratos presagios la adolescencia de Manuel Molina entre los ecos de aquellos discursos a campo abierto que sembraban utopías en sus ojos deslumhrados mientras la lira candeal de sus amigos mayores removían ansias germinativas en lo más íntimo. Ni aquella Orihuela ni el mundo estaban bien hechos pero nada turbaba la ilusión edénica...
Vino después el hachazo cainita, la tragedia irreversible, sin lugar para el simulacro ni la rectificación. Elegir papel no fue cosa de juego sino de maduración profunda. Molina lo supo pronto y fue hacia la consumación popular con las armas en la mano. Como tantos compatriotas aprendió a sangre y fuego la geografía mesetaria, desde Bolaftos hasta el Alfambra, pero no aprendió a vencer.
El ocaso de las libertades fue el amanecer de su poesía. Poner voces al silencio, repoblar de rumores amorosos aquella inmensa cárcel, forjar la memoria simbólica transindivi-dual, testimoniar hambres, trabajos y lutos, expresar el inconformismo de un corazón a la deriva no sería ya cometido de la épica sino de la lírica.
El poeta Manuel Molina nació de la frustración histórica que supuso la guerra civil española...
(Fragmento de la Introducción de Cecilio Alonso) .
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Poma de Carlos Sahagún (1938-2015)
PALABRAS FRENTE AL MAR
I
Aquel pequeño azar que ensombreció diciembre
no interrumpió el invierno. Frente al mar que regresa,
aquí, donde el instante se disuelve en los siglos,
tú y yo, supervivientes de un país que no existe,
apasionadamente seguimos conversando,
mientras la espuma a ráfagas se deshace en la orilla.
¿La espuma o la ceniza? Agua y fuego confunden
los límites oscuros de la memoria. Hablamos
y las palabras llegan desde mil lejanías,
mueven brumas salobres y recuerdos sepultos
entre el aire y la arena, tienden su red nocturna
para entregarnos sólo imágenes errantes,
restos ya del naufragio: una luna sangrienta
y el rotundo silencio que cae tras los disparos,
y Miguel marchitándose por cárceles sombrías,
y el lento ayer desierto, los años, abolidos,
su pura certidumbre que hoy no defiende nadie.
II
Apasionadamente seguimos conversando,
ebrios de mar y noche, y el tiempo es nuestro idioma.
(Acaso lo más triste no fue perder la guerra
sino vivir ya siempre condenados a hablar
casi en secreto, a solas, desde el pasado infausto,
desde lo transitorio que es ya lo duradero.)
Esta historia a destiempo, fragmentaria y dispersa,
este invisible espacio de realidad y ensueño
conforman nuestro mundo, vivo como las sombras
que van cediendo en torno, desvelando en nosotros
otro ayer resurrecto. Como leve sonido
ya todo se diluye en luz de amanecida
y en la playa entreabierta vagamente escuchamos
un rumor transparente de olas y muchedumbre,
y la vida se llena de juventud y aroma,
y la costa extendida nos pertenece pura,
y vuelve a ser catorce de abril en la conciencia.
Intemporales, altas en el azul profundo,
vuelan aves marinas sobre los litorales.
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Epílogo
LA POESÍA Y LA MEMORIA (Fragmento)
Por José carlos Rovira
Hace unos doce meses que hablé con Manuel Molina de la posibilidad de este libro, que iba a recoger una amplísima selección de su producción poética, anotada e introducida por Cecilio Alonso. El poeta y su editor me plantearon que escribiera un epílogo a la edición, en donde yo quizá debería recoger otra perspectiva, a trabajo hecho, globalizando seguramente acerca del sentido de la recopilación. Tras unos meses de ausencia de Alicante me encontré al regreso una situación diferente: una enfermedad fulminante de Manuel Molina acababa con su vida el 30 de diciembre. El tono de esta reflexión está entonces marcado en parte, necesariamente, por este hecho.
La memoria
Hay veces que escribimos contra reloj y otras veces, si sirviera para algo, escribiríamos contra la muerte: «¡Cuánto amor, y no poder nada contra la muerte!», decía un verso de César Vallejo, que probablemente aprendí de Manuel Molina en un disco prestado hace ya tantos años, en aquellos préstamos que fueron luego sensaciones duraderas, imborrables, como el primer encuentro con un poeta que se llamaba Miguel Hernández de quien me hablaba, tras el humo de una pipa, el más fiel amigo de aquella juventud oriolana que produjo allá por los años 30 una de las voces más universales de nuestro siglo. Creo que hablo de hace más de 25 años, cuando empecé una relación, que voy a confesar interesada, con el poeta Manuel Molina. Interesada en cuanto, al margen de otros valores y sorpresas que la producción poética de Molina me fue deparando, había una comunicación para mi imprescindible sobre algunas de sus devociones más firmes: Hernández la primera de todas, seguida minuciosamente en.el recuerdo de su juventud o en la lectura de un poeta al que Molina, como pocos, contribuyó a hacer pervivir en un tiempo absolutamente contrario a la poesía y a la vida. La publicación en 1951, en colaboración con Vicente Ramos, de Seis poemas inéditos y nueve más, en la colección Ifach de Alicante, marca el inicio de una recuperación textual de Hernández a la que, en un ámbito teórico, Molina se había aplicado ya con indudable acierto en una «Réplica a Espadaña» de 1946 en la que polemizaba con la revista leonesa a propósito de un matiz de la idea insistente de «malogrado poeta» con la que se calificaba a Hernández por su temprana muerte: no era «malogrado» Hernández en un sentido poético, puesto que en el breve ciclo de escritura había realizado, con creces, una producción grandiosa.
Luego fueron los libros de recuerdos: Miguel Hernández y sus amigos de Oríhuela (Málaga, 1969); Amistad con Miguel Hernández (Alicante, 1971), hasta un polémico Miguel Hernández en Alicante (Alicante, 1976), escrito en colaboración con Ramos, cerrando el ciclo crítico sobre Hernández Un mito llamado Miguel (Alicante, 1977). Libros éstos que, en cualquier caso, recorren generosamente un ámbito memorial, y aciertan en sus tránsitos por la poesía del amigo de la infancia, al confrontarla con otras. Recuerdo, por ejemplo, una perspectiva sobre Hernández y Vallejo en la que un com-paratismo, surgido de la metodología de la sensibilidad del lector, sustentaba una reflexión muy convincente. Pero no es sólo en estos libros donde Molina combatió por el recuerdo y la memoria de Hernández; hay un magisterio continuo desde el pequeño despacho de su casa, en el que, para investigadores hernandianos de todo el mundo, para estudiantes de múltiples niveles, para aficionados de todas partes, Manuel Molina recreaba los años de primera juventud compartida y, rigurosamente, proponía interpretaciones, sugerencias, consejos de escritura, hipótesis de trabajo.
Luego están otros nombres esenciales a los que la lectura o la amistad impregnaba de apreciaciones necesarias, transmitidas tantas veces a media voz a jóvenes que se acercaban a aquel despacho: ya dije Vallejo, y diré ahora Antonio Machado; o Rafal Alberti, o Blas de Otero, o, más cerca, Carlos Sahagún. De Otero o de Sahagún aquí podía hablar más que nadie Manuel Molina, o de ese panorama de reconstrucción de la cultura a través de las revistas literarias, en esa larga posguerra en la que él era uno de los derrotados más conscientes de nuestra geografía próxima. Y, entonces, si hablamos de un tejido cultural que se va entrelazando con recuerdos de unos años en los que éramos jóvenes y aprendíamos cosas, confieso aquí, en nombre me imagino de bastantes más, que el papel de Manuel Molina resultaba, creo que hasta sus últimos meses de vida, absolutamente imprescindible para ponernos delante la historia de unos años de poesía y de cultura particularmente intensos.
La poesía
La condición de poeta ha sido su otra dimensión, la principal, y recuerdo algún retazo conversacional de hace algunos meses, en el que Molina transmitía un cierto cansancio por el acoso y derribo de la llamada «poética del realismo», con la que se ha etiquetado una poesía que, junto a su inmersión en la realidad, transmitía retazos de existencia, de intimidad, de amor, de soledad, de cultura de toda una época. Una poesía que no parece que pueda ser reducida, desde luego, a una visión de lo social, puesto que ésta es una parte de la complejidad existencial de unos hombres que hicieron de sus poemas un espacio de resistencia cotidiana. Cualquier reducción parece entonces interesada. Sería absurdo, por ejemplo, tanto hacer de Molina un poeta social como leerlo en una dimensión religiosa, por ese reducto de soledad que, a veces, hace escribir la palabra Dios en un poema. Pienso que siempre he compartido con Molina un verso de Hernández que abre todas las hipótesis ante la vida: aquél de «Y Dios dirá, que está siempre callado». (Continúa)
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