Carlos Fenoll
Felices nació en Orihuela el día siete [8] de agosto del año 1912, y murió en
Barcelona a finales del año 1972. Ya desde niño fue dedicado a la faena familiar,
al horno panadero que sus padres poseían en la calle de San Juan, primero, y
más tarde, y durante muchos años, en la calle de Arriba. Desde la tahona,
Carlos iba, de niño, a repartir la tierna mercancía por el centro de la ciudad,
por las calles principales donde se
agrupaban los escaparates de tejidos, de comestibles y dé la rica confitería
oriolana.
Su fantasía de niño, de adolescente,
transfiguraba los cuadros que tenía a la vista, en parcelas del paraíso,
en joyas y angelerías, que le hicieron inclinar sus gustos por la belleza y el
arte. Por ello, su orfandad escolar -me dijo- la suplió aprendiendo a leer en
los letreros comerciales, ayudado por los transeúntes que le facilitaban
los nombres las vocales y de las consonantes y de su ayuntamiento verbal.
Muy
joven, se arrimó al horno y empezó a cumplir su oficio a la manera de una
ceremonia. El naufragio del fuego, el aroma de la tierra campesina, el crepitar
de la leña, y su gobierno con la pala-batuta de aquel concierto infernal, le
hicieron sentirse héroe de un mar fantástico. No menos atractivo ejerció en él
la flor del trigo, la suavidad de la harina blanca, dorada, morena; la masa rebelde,
áspera al principio de la labor, luego mansa, dócil, modelada por sus manos de
artista. Todo esto fue al principio un rito sabroso para su alma incipiente,
para su inicial deseo de creación.
Como sus antepasados, como su padre, fue
un artesano cabal. Pero, como a su padre también, le picó en la palabra el
deseo de la canción, y muy pronto le brotaron los pareados, las cuartetas,
con la naturalidad y la sencillez de la gracia misma.
Pronto
se dio cuenta Carlos Fenoll que no podía resignarse a ser un simple coplero, un
versificador ocasional. La poesía lo reclamaba, le exigía una atención cada
vez, más constante, un estudio profundo, un conocimiento verdadero. Pero a la
vez su trabajo se había duplicado, luego multiplicado con la muerte de su
padre, con la llegada del amor y del hijo, con las bocas que crecían en su
torno. Juvenil entonces, no se dejó vencer, y ya que él no podía acudir a las
bibliotecas, a las tertulias, a los amigos, de la mano de su simpatía, lo acarreó
todo allí, los juntó en su laboratorio de sudor.
Ya
he contado en diversas ocasiones la historia de la tahona de Carlos Fenoll.
Allí nació la poesía eterna de Orihuela. Allí se juntaron los panes con las
penas de la vida espiritual y de la muerte que no cesa. Y Carlos Fenoll quiso
evadirse, borrarse de su nombre y de la poesía, y escapó a Barcelona, como
emigrante anónimo, a trabajar en su oficio y olvidarse de todo. Antes había
quemado papeles y recuerdos, prometiéndose no escribir nunca más.
La violencia que causó en su espíritu esta
decisión ha sido el tormento angustioso de los veinticinco últimos años de su
vida. De las cartas que le logré arrancar con mi constancia latosa, transcribo
unos párrafos recientes: Previamente he vuelto a leer tu carta fechada el 14
de noviembre, animosa, feliz…, Y la carta-cartón fechada el 30 del mismo mes,
en la que, inesperadamente, acusas una gran depresión nerviosa, que, la que te
lleva a extremos de despotricar contra ti mismo, cosa que 110 me gusta, que
me asusta que te ocurra a ti, pues para depresivo, pesimista, asqueado de sí
mismo ya hay bastante conmigo. Eso es usurparme mi infierno mi territorio
maldito" (carta del 12-12- 1970).
“…por la sencilla razón de que tome las
vacaciones el día 1 y lo he pasado muy distraído y muy a gusto por ahí, y por
allá –últimamente por las islas Canarias- rn compañía naturalmente de mi Concha.
Tenía verdadera
necesidad este año de hacer de hacer las vacaciones cuanto antes, porque me
encontraba ya bastante apurado de energías físicas y morales. Las necesitaba
como urgente y única medicina. Ahora me encuentro sólo un poco mejor. Para
reanimarme del todo hubiera sido preciso que el soplo durase dos meses más, por
lo menos. Había demasiada ceniza para aventar” (Carta del 30-06-1971)
En otras cartas
anteriores a ésta, me hablaba también de sus estados síquicos-depresivos, de su
falta de voluntad, incluso, para escribir una carta, que, por otra parte, le
atormentaba no escribir. Era- se adivinaba- una lucha negra entre el deseo y la
potencia, entre la luz y la oscuridad.
Contra los
fantasmas que abogaban su voz y su vida estuve luchando durante los
veinticinco años de su agonía. Durante estos años —desde el 1947 que marchó a
Barcelona— puse sus versos en todas revistas literarias en las que interviene,
escribí artículos sobre su vida y su obra en la Prensa, y casi siempre fue
nombrado en mis charlas literarias. En mis libros sobre Miguel Hernández ocupa
el lugar que por derecho le pertenece, y en todo momento le animé a luchar
para salir de su infierno.
Y tanto es así, que en
nuestro último encuentro en Barcelona, me dijo: "No voy a tener más remedio
que volver a escribir para renovarte el repertorio”. Fue el 20 de octubre del
año 1971. Desde entonces va no tuve más noticias suyas. Su muerte ha
clausurado definitivamente la edad de oro de la poesía oriolana.
Por Manuel Molina 1973
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