Este libro no es el libro de un
poeta al uso más claro. Este libro no es tan solo el libro de un poeta de
palabras o de poesía. Es un hombre –nada menos que todo un hombre– el que escribe
“HOMBRES A LA DERIVA”. Y el hombre no nos habla de las cosas –horribles o preciosas–
de las que parlotean los poetas al uso y al abuso. Nos habla del hombre. De los
hombres de hoy a la deriva. El, el hombre y el poeta, los mira desde la vuelta
de su carretera –una difícil ribera lírica donde los instrumentos, las mareas,
el trabajo sustituyen la hermosura de la playa frente al mar libre, conchas, corales, arena–
y grita por el hombre y su libertad. La esencia. Como grita el hombre de la
orilla ante el náufrago en el horizonte. Construyó caminos hasta hoy Manuel
Molina y quien construye caminos en la tierra tiene que escribir de manera profundamente
seria y sentida. De una manera dramática y severa. Serenamente, en amplio dolor
que se hace inteligencia. La ascética del trabajo fortalece el músculo y el
alma del autor. Hombre al aire libre, que convivió con el obrero ordenó su
trabajo, frente a la naturaleza dura y amplia, nunca cantará la alcoba de la
mujer y el narcisismo del propio espejo. Cantará a los hombre en su primer libro de empuje
escrito con las manos anchas de las honradez de los oficios medievales y
modernos, hoy que Molina vive entre libros leemos su obra de construcción como
en un campo a lo Walt, el americano, más que un canto filial de Aleixandre.
“Este es mi primer libro. Un libro, elemental y rudo, como yo quisiera
ser”. “Mi obra está consagrada al hombre”. Pertenece esta obra a un
neohumanismo que vemos como se va arquitecturando entre tanta poesía de sauce
Morón, tremendismo de efecto y demás aproximaciones. Lo que llamaríamos poesía
de “accésit”. De algo a lo que no se llega. Que no se alcanza. Esta poesía que quiere
sustituir la fuerza contenida de la poesía en semilla apretada, por la longitud
de caña de versículo roto en paralelismos antitéticos… –Dulce flautistas ¿soltezan?
en las cañas de los pastores solos–. La hermosura de la obra no puede ser sustituida
por la intensidad del lamento, del lamento más o menos sincero. Y no. Aquí está
el poema que debe construirse como se construye una carretera o un puente. Como
se construye una casa o un molino. Por él deben caminar los hombres o moler en
él, el pan de su hambre. Si así no fuera –versos a la deriva– las palabras serían
una hermosa y repugnante mentira.
Es el hombre que canta y se canta. No se encanta. Para encantadores de
serpientes hay que admitir la flauta oriental y la existencia de los que se arrastran.
Aquí humano y religioso, el poeta, el hombre sólo canta al hombre ya a Dios. Y
el hombre que canta a Dios y se canta a sí mismo como criatura de Dios es un
hombre bueno. Y un buen poeta. No nos extraña la dedicatoria a Antonio Machado.
No lo hemos dado ni un momento. “Hay que poner el corazón en los más alto… en
voluntad de enamorado”, “ganar la majestad de la entereza con el solo de Dios
en nuestras venas”. Está dicho todo en la primera página del libro. Pasemos a
la segunda: ¿ser o no ser? Ser hombre. He ahí la solución única que admite
Molina ente el problema de vida y poesía.
Lo dramático del libro no está en el grito o el lamento, está en la
certidumbre generacional de que el hombre es un autómata sin sangre y el poeta
murguista… cuando el hombre no tiene amor. “Horas es ya de que venga el
vigilante y disperse la murga.” ¿No recordamos a don Miguel de Unamuno? Los
hombres deben madrugar, irán a la labranza, forjarán el hierro, afinarán el
corazón de la madera, construirán una carreta ancha, hermosa… ¡Qué se calle la
murga y les deje dormir ¿Cómo lograr este maravillosa madrugada, esta alborada
sin lírica y sí con poética, este amanecer? ¿Cómo evitar el barro, la taberna,
el tabaco, la cloaca, la baraja, el gusano, el mendrugo, la mentira? El hombre
puede caer en la miseria de la ciudad o en el dolor de la soledad –los amigos de
fueron– ¿qué hacer? Volver al principio:
“es precisos volver a la partida
al origen primero, aquel estado
donde aún el amor era vida”.
La solución, más que social es teológica. Necesita el hombre encontrar
el “corazón de la tierra”, encontrarse con Adán en su inocencia, en su Paraíso.
Y si Molina vive en mundo que grita, ¿…?
donde como una enrome escoria –son sus palabras– “viven los ángeles del luto”
tiene no obstante, toda la gallardía del superviviente. Del que lo puede
contar.
Así, en la segunda parte cambia de ritmo y
hay una clara esperanza:
No hay comentarios:
Publicar un comentario