Manuel Molina

Manuel Molina
Retrato de Ramón Palmeral 2017

martes, 31 de enero de 2017

Discurso de Cecilio Alonso sobre donación legado de Molina a la Universidad de Alicante





Retrato de lápiz de Manuel Molina  en el I Centenario de su nacimiento, por Ramón Palmeral



 

     Es para mí una gran satisfacción haber llegado al momento en que se formaliza públicamente la donación al Archivo de la Democracia del legado literario y documental del que fue nuestro amigo, el poeta Manuel Molina Rodríguez, en vísperas del centenario de su nacimiento. Un legado que ahora pasa a engrosar el patrimonio de la ciudadanía al alcance de quienes sientan interés por la resistencia cultural en esta ciudad, durante el largo tiempo de libertades perdidas que supuso el régimen nacionalsindicalista impuesto en 1939.
    Ante todo quiero manifestar que la designación de esta donación para representar a las producidas durante el último año, no significa que hayan de quedar oscurecidas las restantes aportaciones que sin duda enriquecen desde perspectivas diversas el contenido de este singular Archivo testimonial entre cuyos fondos no sería justo establecer grados ni jerarquías. Lo que da cierta tristeza es el encontrar, en rastros y librerías de viejo, vestigios residuales de bibliotecas y archivos de escritores y artistas alicantinos, desaparecidos en los últimos tiempos, con la consiguiente volatilización de los mismos. Esa lamentable sensación me lleva a valorar más la paciente labor de Maruja Varó Busquiel, viuda de Molina que, desde el fallecimiento de su esposo en 1990 conservó y ordenó sus papeles durante veinticinco años. Sin esa labor callada no estaríamos ahora aquí. Por ello, como amigo, y en nombre de los supervivientes de la amistad de Molina, quiero expresar nuestro agradecimiento a la generosidad de sus hijas, Magdalena y Clemencia, por haber decidido depositar su preciada herencia en el Archivo de la Democracia, evitando su dispersión. Agradecimiento que extiendo a Paco Moreno, José María Perea y, muy especialmente, a la archivera Mercedes Guijarro por haberlo facilitado.
     Manuel Molina nació en Orihuela en 1917, se trasladó a Alicante con su familia en 1935 y aquí residió hasta su muerte. En esta ciudad desarrolló su obra literaria escribiendo sus libros, promoviendo revistas y grupos poéticos, y desde esta ciudad fue tejiendo una trama de relaciones literarias con destacadas figuras de las letras españolas y con hispanistas de dos continentes. En especial fue contribuyendo muy activamente a la recuperación y sostenimiento de la memoria de Miguel Hernández en los años difíciles, cuando su obra permanecía ensombrecida y desdeñada, antes de que la transición democrática facilitara su normalización y su inserción indiscutible en el canon de nuestra literatura. Molina, desde 1939, había buscado –no sin inevitables contradicciones– refugio compensatorio a los horrores históricos en una lírica ligada a la tradición de las formas más aptas para la comunicación poética, sin perder comba con los motivos de la poesía española a mediados del siglo XX, entre el existencialismo y la tendencia social, o lo que es lo mismo, armonizando lo individual y lo colectivo.
     En 1936 acudió como voluntario a la defensa de Madrid. Regresó a Alicante participando en las actividades del Ateneo, donde conoció a Antonio Blanca y a otros compañeros con quienes mantuvo amistad duradera. Molina publicó entonces sus primeros poemas en el diario comunista Nuestra Bandera. Por un lado, contribuyó a la corriente del romance de guerra que exigían las circunstancias, pero, por otro, escuchó la llamada del poema que explora en lo oscuro sin sujetarse a urgencias ni a conveniencias externas. Una composición, conservada entre sus papeles inéditos,  formaliza con distanciamiento simbólico, la hondura de su desolación ante el sangriento Caos en que se hallaba sumida la España de 1937. Me voy a permitir leerla porque es breve: 

CAOS
La tierra yace. Maleza[s]
de toda especie la viven,
exprimen su savia muerta,
––la seca flor de su origen––,
y afilan su diente duro
para libertar la sangre.
Medios días de pereza
gravitan sobre la imagen del tiempo.
La siesta todo el corazón invade,
y el hombre se queda mudo
y sumido en el paisaje.
La noche tiembla en la orilla
de un mar caliente de estambre,
con arañas extasiadas
y terciopelos sin aire
que ponen sombra en la sombra
de su tétrico semblante.
El amanecer no existe
porque no existe la tarde,
porque el sol es una hoguera
y la luna, roja, arde
entre la ceniza yerma
del tiempo que se deshace.
La tierra, en silencio, mira
cómo pasa su cadáver. 


  El autor tenía diecinueve años cuando compuso estos versos. Poco después se incorporó al cuerpo de carabineros en el que luchó el resto de la guerra, pasando por el frente de Teruel y acabando en la Avanzadilla de Lliria. Regresó a Alicante e intentó desarrollar actividades publicitarias en colaboración con Francisco García Sempere y Carlos Fenoll, que no cuajaron en la deseada emancipación económica. En consecuencia, durante todo el decenio de los 40, estuvo subordinado en precario a las contratas que su padre obtenía de obras públicas provinciales, la más destacable en Jávea donde vivió varios años, ya casado desde 1943 con Maruja Varó. 3

   Ciertamente, el padecer penas de cárcel o de exilio fue muy duro, pero la injusta dimensión del castigo solía ayudar a los encarcelados y a los desterrados a mantener el ánimo y a reafirmar el sentimiento de pureza ideológica. En cambio, los vencidos que arrastraban la frustración en la calle, en aparente disfrute del limitado privilegio de una libertad ilusoria, podían sufrir, en su exilio interior, la rémora de la conciencia amordazada, antesala de la depresión moral. Molina en la posguerra interiorizó su irreductible rechazo a la situación política, pero no optó por combatirla directamente desde la lucha organizada en la clandestinidad sino por la vía posibilista que, de acuerdo con su temperamento y vocación, lo llevó a ejercer su responsabilidad intelectual desde la actividad poética y literaria como medio de resistir y de dignificar los ideales suspendidos, añorando siempre las expectativas democráticas truncadas por la guerra.
    Bien sé que estas actitudes son difíciles de explicar cuando la distancia temporal tiende a esquematizar el valor de situaciones morales, y a suscitar con ligereza rechazos y adhesiones. Pero no está en mi ánimo el simplificar. En realidad, mantenerse bajo la subjetiva conciencia de estar promoviendo bienes culturales en círculos restringidos en esta ciudad, cuando no era factible otra cosa, o recuperando la memoria de Miguel Hernández sin dejarse avasallar por el sistema ni vestir camisa azul, ya de por sí encerraba una desasosegante cuestión de moral cívica, que no podía eludir las contradicciones.
En lo referente a la recuperación cultural, quizás pudiera llamar la atención de algunos jóvenes de hoy la calidad y el atractivo que ejercieron en el conjunto de la sociedad literaria española las actividades promovidas en Alicante durante la posguerra por los grupos de Arte joven, Intimidad Poética, Verbo, Ifach o Silbo en todos los cuales participó Manuel Molina. Pero si bien no se puede negar la brillantez de aquellas experiencias no debemos olvidar que incomparablemente mejor hubieran podido ser si la continuidad de la República hubiera permitido sostener la orientación democrática del sistema educativo y de instituciones culturales como el Ateneo, o si la Escuela Modelo, por ejemplo, hubiera seguido sembrando su semilla y sus respectivas bibliotecas no hubieran sido esquilmadas y dispersas; si, en fin, no hubieran sido reducidas al silencio o forzadas al exilio tantas voces irreemplazables.
   Molina en 1950 publicó su libro –Hombres a la deriva–, y durante un decenio dio a la imprenta tres nuevas entregas de significación universalista –Camino adelante, Versos en la calle y El suceso– donde confluían –como queda dicho– corrientes líricas existenciales y sociales. En 1952 abandonó el trabajo familiar gracias a su incorporación a la recién creada Biblioteca Gabriel Miró. En 1955 promovió el Grupo poético Silbo al que se acogieron jóvenes poetas y prosistas –Enrique Cerdán Tato, Carlos Sahagún, José Antonio Srivent, Juan Bautista Sapena, Ernesto Contreras, Josevicente Mateo, entre otros– algunos de ellos llamados a desarrollar un significativo papel en el proceso de la recuperación democrática en Alicante, con su confluencia en el pionero Club de Amigos de la Unesco mediados los años 1960. A partir de 1968, con la publicación de su libro Coral de pueblo, la lírica de Molina cobró un intimismo localista de acusado sabor popular, entre apuntes satíricos y destellos nostálgicos de la tierra nativa.
    En estos tiempos de democracia formal, preciso es aprovechar cualquier resquicio que pueda conferir carácter estable y perdurabilidad legal a los restos de los 4 sucesivos naufragios colectivos producidos desde 1939, no sólo en su dimensión trágica, sino también en la inquietante sensación de pérdida de ilusiones y de utopías que se escurren entre las manos generacionalmente una y otra vez. Restos que todavía toman cuerpo preferente en el manuscrito, la letra impresa o el papel fotográfico, lo que les añade un valor inestimable en una época de fugaces premuras informáticas.
    En tal sentido convendría interpretar legados como este. En él se resume una vida pero también unas relaciones y unos intereses culturales y literarios, un trasfondo político represivo puesto en sordina, que futuros investigadores deberán interpretar con matizado tacto para no reducirlos a herrumbrosos esquemas. Un archivo muy extenso y lleno de sobreentendidos, que no se destina al culto exclusivo del donante, sino a conectarlo con el conjunto de fondos que componen este hospitalario Archivo de la Democracia. Y también con otros diseminados por la geografía española, en los que hay documentos y cartas de Molina: el más inmediato, el de Vicente Ramos, en Guardamar del Segura; otro, el legado de la poetisa Concha Lagos en la Sala Cervantes de la BNE; los de Trina Mercader y Jacinto López Gorgé en la Fundación Jorge Guillén de Valladolid; el de Juan Gil-Albert en la Biblioteca Valenciana, o el de Gabriel Celaya en la Biblioteca Koldo Mitxelena de la Diputación Foral de Guipúzcoa.
    El presente legado contiene la obra de Molina, en verso y prosa, publicada en libros, en revistas literarias y festeras y en una extensa producción de artículos en la prensa periódica. Forman parte del mismo una treintena de carpetas con proyectos y borradores, documentos personales y originales mecanográficos de amigos, algunos de mucho interés, como un manuscrito de Manuel López Robles sobre la represión franquista en la provincia de Huelva que, creo, permanece inédito, igual que ocurre con los materiales para un homenaje colectivo a Julián Andúgar, frustrado editorialmente poco después de su muerte. Parte nuclear de la donación es la sección de su biblioteca relativa a la vida y obra de Miguel Hernández. De éste hay además, junto a otros poemas mecanografiados, tres valiosas cartas, ilustradas con algunos dibujos de su mano (1936), dirigidas a Carlos Fenoll quien las regaló a Molina en los años 1940. Cartas bien conocidas y catalogadas desde que se publicaron en la revista Ínsula en 1960 y por haber figurado más recientemente en la Exposición conmemorativa del Centenario en la Biblioteca Nacional de España, en 2010. Desde ahora se custodiarán en el Archivo de la Democracia.
   Justamente la correspondencia epistolar constituye la sección más estimable y nutrida de esta donación. No en balde a Molina le encantaba recibir cartas y con frecuencia reprochaba a sus amigos que le telefonearan en lugar de escribirle. Sabía que las cartas autógrafas, como forma comunicativa entraban en vías de extinción y se aferraba a esta práctica con ahínco. Tres mil ochocientas, en su mayor parte de contenido literario, y más de cuatrocientos remitentes de muy diversa entidad, dan fe de su receptividad y simpatía para hacer amistades. Desde dos premios Nobel –Vicente Aleixandre y Camilo José Cela– a varios presidentes de Foguera que anualmente le reclamaban poesías para sus llibrets; desde la viuda de Miguel Hernández hasta amigos obreros de sus antiguos trabajos de carreteras…, el abanico de relaciones epistolares de Molina fue amplio y variado. 5

    En gran parte de ellas se hace muy patente la fidelidad al mundo hernandiano en su doble sentido humano e igualitario: fidelidad, sobre todo, al deslumbramiento que sobre él ejercieron sus amigos de adolescencia y de juventud en Orihuela. En esta línea, sobresale la extensa serie de Carlos Fenoll y familia, junto al testimonio de la recuperación de la amistad de Molina con Jesús Poveda y Josefina Fenoll ya vueltos del exilio. El recuerdo de Miguel Hernández planea también sobre las cartas de su profesor en el Instituto de Orihuela Jesús Alda Tesán –colaborador de la revista sijeniana El Gallo crisis–, sobre las de Carmen Conde y las de María Cegarra Salcedo. Destacan las de un grupo de mujeres estudiosas del poeta como Concha Zardoya, Marie Chevallier y Mª de Gracia Ifach o las de Elvio Romero y Simón Latino desde Sudamérica. Entre las más fieles al culto hernandiano se cuentan las de Francisco Giménez Mateo, primo de Molina, y la copiosa correspondencia del sacerdote valenciano don Alfonso Roig, profesor de Arte Sacro y transmisor de corrientes estéticas innovadoras.
     No quiero perderme en una intrincada lista de nombres. Pero es preciso mencionar entre sus relaciones alicantinas a los músicos José Juan Pérez y Rafael Rodríguez Albert, a Vicente Ramos y a Rafael Azuar compañeros en tantas empresas, a los pintores Gastón Castelló, Miguel Abad Miró y Melchor Aracil, a Juan José Esteve –prologuista de Hombres a la deriva–, al cinéfilo y excelente narrador José Ramón Clemente, a Jacinto López Gorgé fiel amigo durante más de cuarenta años… Hago omisión de los supervivientes y de los más jóvenes, algunos aquí presentes, ya como mínimo sexagenarios.
    Entre los comprovincianos cabe destacar la serie de Joan Valls Jordá, muy extensa y amistosa, que documenta, desde 1948, la edición de su libro La estrella afirmativa en la colección Ifach y testimonia sus primeros pasos por la poesía en valenciano; o la de Jordi Valor i Serra quien, desde Benissa invertía heroica y onerosamente sus ahorros en la publicación de sus Històries casolanes (1950) y en su novela Ducado de Bernia, de cuya impresión y tramitación administrativa se hizo cargo Molina en Alicante, en 1954. Más tardías, pero no menos cordiales, fueron sus cartas con Juan Gil-Albert. También está presente Virgilio Botella Pastor, que le escribía, todavía desde París, mientras Molina reseñaba sus novelas sobre el exilio Tiempo de sombras y El camino de la victoria, a finales de los años 1970. Series más breves son las de los ilicitanos Juan Serrano García, promotor de la efímera revista Estilo en 1947, y la del monovero, biógrafo de Azorín, José Alfonso Vidal. De otros amigos escritores de la Vega Baja descuella la correspondencia del murciano-callosino Santiago Moreno Grau, junto a las de Vicente Bautista, Antonio Sequeros, Adolfo Lizón, el abogado Martínez Arenas, el psiquiatra Alberto Escudero Ortuño y el catedrático José Guillén.
     Hay corresponsales valencianos, algunos muy antiguos y arraigados, como el incansable Ricardo Blasco, desde la creación de la revista Corcel; Lucio Ballesteros diligente explorador de contactos con Latinoamérica; el pintor Miguel Rubio Sifres, vecino del matrimonio Molina en Jávea; José Albi y Joan Fuster, que testimonian diversas etapas de la revista Verbo, sin olvidar la afectuosa familiaridad de poetisas como Angelina Gatell y María Beneyto.
     En el ámbito nacional hay en este epistolario nombres muy significativos, desde Gabriel Celaya, Blas de Otero y Antonio Buero Vallejo hasta Rafael Santos Torroella, 6

    Miguel Fernández, Celia Viñas, José Agustín Goytisolo, Leopoldo de Luis, Ángela Figuera Aymerich, Francisco Sánchez Bautista, José García Nieto, Eladio Cabañero, Ángel Caffarena, Manuel Alcántara, Francisco Umbral, Felix Grande y Francisca Aguirre… Estos y otros muchos corresponsales, procedentes de toda la Península, atestiguan un extenso modo de asumir la diversidad española a través de lo que algunos llamaron fraternidad poética en unos tiempos en que las grandes carencias ocasionadas por la derrota republicana se arropaban en platónicas ilusiones. Así se lo escribía a Molina –en 1949, desde Elche– el futuro senador democrático de 1977, Julián Andúgar, cofrade muy integrado en la poesía alicantina, que había perdido una pierna en la guerra: «La vida como bien sabes sólo vale la pena vivirla por la bondad y la belleza».
   Termino ratificando mi impresión de hallarnos ante un corpus testimonial de primer orden para el conocimiento de la difícil, lenta y contradictoria reconstrucción de la cultura literaria, en y desde Alicante, bajo el régimen franquista entre 1939 y 1975.
Po ello, el acto que hoy nos congrega viene a expresar una suerte recíproca para el recuerdo de Manuel Molina y para que el Archivo de la Democracia siga cumpliendo sus objetivos de documentar y visualizar estos vestigios del diario discurrir de unos tiempos ingratos para muchos, con objeto de que la memoria histórica pueda ir siendo activada en toda su complejidad. 

Cecilio Alonso
Leído en la Sede de la Universidad de Alicante el jueves 24 de noviembre de 2016




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