Retrato de lápiz de Manuel Molina en el I Centenario de su nacimiento, por Ramón Palmeral |
Es
para mí una gran satisfacción haber llegado al momento en que se formaliza
públicamente la donación al Archivo de la Democracia del legado literario y
documental del que fue nuestro amigo, el poeta Manuel Molina Rodríguez, en
vísperas del centenario de su nacimiento. Un legado que ahora pasa a engrosar
el patrimonio de la ciudadanía al alcance de quienes sientan interés por la
resistencia cultural en esta ciudad, durante el largo tiempo de libertades
perdidas que supuso el régimen nacionalsindicalista impuesto en 1939.
Ante todo quiero
manifestar que la designación de esta donación para representar a las
producidas durante el último año, no significa que hayan de quedar oscurecidas
las restantes aportaciones que sin duda enriquecen desde perspectivas diversas
el contenido de este singular Archivo testimonial entre cuyos fondos no sería
justo establecer grados ni jerarquías. Lo que da cierta tristeza es el
encontrar, en rastros y librerías de viejo, vestigios residuales de bibliotecas
y archivos de escritores y artistas alicantinos, desaparecidos en los últimos
tiempos, con la consiguiente volatilización de los mismos. Esa lamentable
sensación me lleva a valorar más la paciente labor de Maruja Varó Busquiel,
viuda de Molina que, desde el fallecimiento de su esposo en 1990 conservó y
ordenó sus papeles durante veinticinco años. Sin esa labor callada no
estaríamos ahora aquí. Por ello, como amigo, y en nombre de los supervivientes
de la amistad de Molina, quiero expresar nuestro agradecimiento a la
generosidad de sus hijas, Magdalena y Clemencia, por haber decidido depositar
su preciada herencia en el Archivo de la Democracia, evitando su dispersión.
Agradecimiento que extiendo a Paco Moreno, José María Perea y, muy
especialmente, a la archivera Mercedes Guijarro por haberlo facilitado.
Manuel Molina nació en
Orihuela en 1917, se trasladó a Alicante con su familia en 1935 y aquí residió
hasta su muerte. En esta ciudad desarrolló su obra literaria escribiendo sus
libros, promoviendo revistas y grupos poéticos, y desde esta ciudad fue
tejiendo una trama de relaciones literarias con destacadas figuras de las
letras españolas y con hispanistas de dos continentes. En especial fue
contribuyendo muy activamente a la recuperación y sostenimiento de la memoria
de Miguel Hernández en los años difíciles, cuando su obra permanecía
ensombrecida y desdeñada, antes de que la transición democrática facilitara su
normalización y su inserción indiscutible en el canon de nuestra literatura.
Molina, desde 1939, había buscado –no sin inevitables contradicciones– refugio
compensatorio a los horrores históricos en una lírica ligada a la tradición de
las formas más aptas para la comunicación poética, sin perder comba con los
motivos de la poesía española a mediados del siglo XX, entre el existencialismo
y la tendencia social, o lo que es lo mismo, armonizando lo individual y lo
colectivo.
En 1936 acudió como
voluntario a la defensa de Madrid. Regresó a Alicante participando en las
actividades del Ateneo, donde conoció a Antonio Blanca y a otros compañeros con
quienes mantuvo amistad duradera. Molina publicó entonces sus primeros poemas
en el diario comunista Nuestra Bandera. Por un lado, contribuyó a la
corriente del romance de guerra que exigían las circunstancias, pero, por otro,
escuchó la llamada del poema que explora en lo oscuro sin sujetarse a urgencias
ni a conveniencias externas. Una composición, conservada entre sus papeles
inéditos, formaliza
con distanciamiento simbólico, la hondura de su desolación ante el sangriento Caos
en que se hallaba sumida la España de 1937. Me voy a permitir leerla porque
es breve:
CAOS
La tierra yace. Maleza[s]
de toda especie la
viven,
exprimen su savia
muerta,
––la seca flor de su
origen––,
y afilan su diente duro
para libertar la
sangre.
Medios días de pereza
gravitan sobre la
imagen del tiempo.
La siesta todo el
corazón invade,
y el hombre se queda
mudo
y sumido en el paisaje.
La noche tiembla en la
orilla
de un mar caliente de
estambre,
con arañas extasiadas
y terciopelos sin aire
que ponen sombra en la
sombra
de su tétrico
semblante.
El amanecer no existe
porque no existe la
tarde,
porque el sol es una
hoguera
y la luna, roja, arde
entre la ceniza yerma
del tiempo que se
deshace.
La tierra, en silencio,
mira
cómo pasa su cadáver.
El autor tenía
diecinueve años cuando compuso estos versos. Poco después se incorporó al
cuerpo de carabineros en el que luchó el resto de la guerra, pasando por el
frente de Teruel y acabando en la Avanzadilla de Lliria. Regresó a Alicante e
intentó desarrollar actividades publicitarias en colaboración con Francisco
García Sempere y Carlos Fenoll, que no cuajaron en la deseada emancipación
económica. En consecuencia, durante todo el decenio de los 40, estuvo
subordinado en precario a las contratas que su padre obtenía de obras públicas
provinciales, la más destacable en Jávea donde vivió varios años, ya casado
desde 1943 con Maruja Varó. 3
Ciertamente,
el padecer penas de cárcel o de exilio fue muy duro, pero la injusta dimensión
del castigo solía ayudar a los encarcelados y a los desterrados a mantener el
ánimo y a reafirmar el sentimiento de pureza ideológica. En cambio, los
vencidos que arrastraban la frustración en la calle, en aparente disfrute del limitado
privilegio de una libertad ilusoria, podían sufrir, en su exilio interior, la
rémora de la conciencia amordazada, antesala de la depresión moral. Molina en
la posguerra interiorizó su irreductible rechazo a la situación política, pero
no optó por combatirla directamente desde la lucha organizada en la
clandestinidad sino por la vía posibilista que, de acuerdo con su temperamento
y vocación, lo llevó a ejercer su responsabilidad intelectual desde la
actividad poética y literaria como medio de resistir y de dignificar los
ideales suspendidos, añorando siempre las expectativas democráticas truncadas
por la guerra.
Bien sé que estas
actitudes son difíciles de explicar cuando la distancia temporal tiende a
esquematizar el valor de situaciones morales, y a suscitar con ligereza
rechazos y adhesiones. Pero no está en mi ánimo el simplificar. En realidad,
mantenerse bajo la subjetiva conciencia de estar promoviendo bienes culturales
en círculos restringidos en esta ciudad, cuando no era factible otra cosa, o
recuperando la memoria de Miguel Hernández sin dejarse avasallar por el sistema
ni vestir camisa azul, ya de por sí encerraba una desasosegante cuestión de
moral cívica, que no podía eludir las contradicciones.
En lo referente a la
recuperación cultural, quizás pudiera llamar la atención de algunos jóvenes de
hoy la calidad y el atractivo que ejercieron en el conjunto de la sociedad
literaria española las actividades promovidas en Alicante durante la posguerra
por los grupos de Arte joven, Intimidad Poética, Verbo, Ifach
o Silbo en todos los cuales participó Manuel Molina. Pero si bien no
se puede negar la brillantez de aquellas experiencias no debemos olvidar que
incomparablemente mejor hubieran podido ser si la continuidad de la República
hubiera permitido sostener la orientación democrática del sistema educativo y
de instituciones culturales como el Ateneo, o si la Escuela Modelo, por
ejemplo, hubiera seguido sembrando su semilla y sus respectivas bibliotecas no
hubieran sido esquilmadas y dispersas; si, en fin, no hubieran sido reducidas
al silencio o forzadas al exilio tantas voces irreemplazables.
Molina en 1950 publicó
su libro –Hombres a la deriva–, y durante un decenio dio a la imprenta
tres nuevas entregas de significación universalista –Camino adelante, Versos
en la calle y El suceso– donde confluían –como queda dicho–
corrientes líricas existenciales y sociales. En 1952 abandonó el trabajo
familiar gracias a su incorporación a la recién creada Biblioteca Gabriel Miró.
En 1955 promovió el Grupo poético Silbo al que se acogieron jóvenes
poetas y prosistas –Enrique Cerdán Tato, Carlos Sahagún, José Antonio Srivent,
Juan Bautista Sapena, Ernesto Contreras, Josevicente Mateo, entre otros–
algunos de ellos llamados a desarrollar un significativo papel en el proceso de
la recuperación democrática en Alicante, con su confluencia en el pionero Club
de Amigos de la Unesco mediados los años 1960. A partir de 1968, con la
publicación de su libro Coral de pueblo, la lírica de Molina cobró un
intimismo localista de acusado sabor popular, entre apuntes satíricos y
destellos nostálgicos de la tierra nativa.
En estos tiempos de
democracia formal, preciso es aprovechar cualquier resquicio que pueda conferir
carácter estable y perdurabilidad legal a los restos de los 4 sucesivos
naufragios colectivos producidos desde 1939, no sólo en su dimensión trágica,
sino también en la inquietante sensación de pérdida de ilusiones y de utopías
que se escurren entre las manos generacionalmente una y otra vez. Restos que
todavía toman cuerpo preferente en el manuscrito, la letra impresa o el papel
fotográfico, lo que les añade un valor inestimable en una época de fugaces
premuras informáticas.
En tal sentido
convendría interpretar legados como este. En él se resume una vida pero también
unas relaciones y unos intereses culturales y literarios, un trasfondo político
represivo puesto en sordina, que futuros investigadores deberán interpretar con
matizado tacto para no reducirlos a herrumbrosos esquemas. Un archivo muy
extenso y lleno de sobreentendidos, que no se destina al culto exclusivo del
donante, sino a conectarlo con el conjunto de fondos que componen este
hospitalario Archivo de la Democracia. Y también con otros diseminados por la
geografía española, en los que hay documentos y cartas de Molina: el más
inmediato, el de Vicente Ramos, en Guardamar del Segura; otro, el legado de la
poetisa Concha Lagos en la Sala Cervantes de la BNE; los de Trina Mercader y
Jacinto López Gorgé en la Fundación Jorge Guillén de Valladolid; el de Juan
Gil-Albert en la Biblioteca Valenciana, o el de Gabriel Celaya en la Biblioteca
Koldo Mitxelena de la Diputación Foral de Guipúzcoa.
El presente legado
contiene la obra de Molina, en verso y prosa, publicada en libros, en revistas
literarias y festeras y en una extensa producción de artículos en la prensa
periódica. Forman parte del mismo una treintena de carpetas con proyectos y
borradores, documentos personales y originales mecanográficos de amigos,
algunos de mucho interés, como un manuscrito de Manuel López Robles sobre la
represión franquista en la provincia de Huelva que, creo, permanece inédito,
igual que ocurre con los materiales para un homenaje colectivo a Julián
Andúgar, frustrado editorialmente poco después de su muerte. Parte nuclear de la
donación es la sección de su biblioteca relativa a la vida y obra de Miguel
Hernández. De éste hay además, junto a otros poemas mecanografiados, tres
valiosas cartas, ilustradas con algunos dibujos de su mano (1936), dirigidas a
Carlos Fenoll quien las regaló a Molina en los años 1940. Cartas bien conocidas
y catalogadas desde que se publicaron en la revista Ínsula en 1960 y por
haber figurado más recientemente en la Exposición conmemorativa del Centenario
en la Biblioteca Nacional de España, en 2010. Desde ahora se custodiarán en el
Archivo de la Democracia.
Justamente la
correspondencia epistolar constituye la sección más estimable y nutrida de esta
donación. No en balde a Molina le encantaba recibir cartas y con frecuencia
reprochaba a sus amigos que le telefonearan en lugar de escribirle. Sabía que
las cartas autógrafas, como forma comunicativa entraban en vías de extinción y
se aferraba a esta práctica con ahínco. Tres mil ochocientas, en su mayor parte
de contenido literario, y más de cuatrocientos remitentes de muy diversa
entidad, dan fe de su receptividad y simpatía para hacer amistades. Desde dos
premios Nobel –Vicente Aleixandre y Camilo José Cela– a varios presidentes de Foguera
que anualmente le reclamaban poesías para sus llibrets; desde la viuda
de Miguel Hernández hasta amigos obreros de sus antiguos trabajos de carreteras…,
el abanico de relaciones epistolares de Molina fue amplio y variado. 5
En
gran parte de ellas se hace muy patente la fidelidad al mundo hernandiano en su
doble sentido humano e igualitario: fidelidad, sobre todo, al deslumbramiento
que sobre él ejercieron sus amigos de adolescencia y de juventud en Orihuela.
En esta línea, sobresale la extensa serie de Carlos Fenoll y familia, junto al
testimonio de la recuperación de la amistad de Molina con Jesús Poveda y
Josefina Fenoll ya vueltos del exilio. El recuerdo de Miguel Hernández planea
también sobre las cartas de su profesor en el Instituto de Orihuela Jesús Alda
Tesán –colaborador de la revista sijeniana El Gallo crisis–, sobre las
de Carmen Conde y las de María Cegarra Salcedo. Destacan las de un grupo de
mujeres estudiosas del poeta como Concha Zardoya, Marie Chevallier y Mª de
Gracia Ifach o las de Elvio Romero y Simón Latino desde Sudamérica.
Entre las más fieles al culto hernandiano se cuentan las de Francisco Giménez
Mateo, primo de Molina, y la copiosa correspondencia del sacerdote valenciano
don Alfonso Roig, profesor de Arte Sacro y transmisor de corrientes estéticas
innovadoras.
No quiero perderme en
una intrincada lista de nombres. Pero es preciso mencionar entre sus relaciones
alicantinas a los músicos José Juan Pérez y Rafael Rodríguez Albert, a Vicente
Ramos y a Rafael Azuar compañeros en tantas empresas, a los pintores Gastón
Castelló, Miguel Abad Miró y Melchor Aracil, a Juan José Esteve –prologuista de
Hombres a la deriva–, al cinéfilo y excelente narrador José Ramón
Clemente, a Jacinto López Gorgé fiel amigo durante más de cuarenta años… Hago
omisión de los supervivientes y de los más jóvenes, algunos aquí presentes, ya
como mínimo sexagenarios.
Entre los
comprovincianos cabe destacar la serie de Joan Valls Jordá, muy extensa y
amistosa, que documenta, desde 1948, la edición de su libro La estrella
afirmativa en la colección Ifach y testimonia sus primeros pasos por la
poesía en valenciano; o la de Jordi Valor i Serra quien, desde Benissa invertía
heroica y onerosamente sus ahorros en la publicación de sus Històries
casolanes (1950) y en su novela Ducado de Bernia, de cuya impresión
y tramitación administrativa se hizo cargo Molina en Alicante, en 1954. Más
tardías, pero no menos cordiales, fueron sus cartas con Juan Gil-Albert. También
está presente Virgilio Botella Pastor, que le escribía, todavía desde París,
mientras Molina reseñaba sus novelas sobre el exilio Tiempo de sombras y
El camino de la victoria, a finales de los años 1970. Series más breves
son las de los ilicitanos Juan Serrano García, promotor de la efímera revista Estilo
en 1947, y la del monovero, biógrafo de Azorín, José Alfonso Vidal. De otros
amigos escritores de la Vega Baja descuella la correspondencia del
murciano-callosino Santiago Moreno Grau, junto a las de Vicente Bautista,
Antonio Sequeros, Adolfo Lizón, el abogado Martínez Arenas, el psiquiatra
Alberto Escudero Ortuño y el catedrático José Guillén.
Hay corresponsales
valencianos, algunos muy antiguos y arraigados, como el incansable Ricardo
Blasco, desde la creación de la revista Corcel; Lucio Ballesteros
diligente explorador de contactos con Latinoamérica; el pintor Miguel Rubio Sifres,
vecino del matrimonio Molina en Jávea; José Albi y Joan Fuster, que testimonian
diversas etapas de la revista Verbo, sin olvidar la afectuosa
familiaridad de poetisas como Angelina Gatell y María Beneyto.
En el ámbito nacional
hay en este epistolario nombres muy significativos, desde Gabriel Celaya, Blas
de Otero y Antonio Buero Vallejo hasta Rafael Santos Torroella, 6
Miguel
Fernández, Celia Viñas, José Agustín Goytisolo, Leopoldo de Luis, Ángela
Figuera Aymerich, Francisco Sánchez Bautista, José García Nieto, Eladio
Cabañero, Ángel Caffarena, Manuel Alcántara, Francisco Umbral, Felix Grande y
Francisca Aguirre… Estos y otros muchos corresponsales, procedentes de toda la
Península, atestiguan un extenso modo de asumir la diversidad española a través
de lo que algunos llamaron fraternidad poética en unos tiempos en que
las grandes carencias ocasionadas por la derrota republicana se arropaban en
platónicas ilusiones. Así se lo escribía a Molina –en 1949, desde Elche– el
futuro senador democrático de 1977, Julián Andúgar, cofrade muy integrado en la
poesía alicantina, que había perdido una pierna en la guerra: «La vida como
bien sabes sólo vale la pena vivirla por la bondad y la belleza».
Termino ratificando mi
impresión de hallarnos ante un corpus testimonial de primer orden para el
conocimiento de la difícil, lenta y contradictoria reconstrucción de la cultura
literaria, en y desde Alicante, bajo el régimen franquista entre 1939 y 1975.
Po ello, el acto que
hoy nos congrega viene a expresar una suerte recíproca para el recuerdo de
Manuel Molina y para que el Archivo de la Democracia siga cumpliendo sus
objetivos de documentar y visualizar estos vestigios del diario discurrir de
unos tiempos ingratos para muchos, con objeto de que la memoria histórica pueda
ir siendo activada en toda su complejidad.
Cecilio
Alonso
Leído en la Sede de la Universidad de Alicante el jueves 24 de noviembre de 2016
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